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Que no era apta para correr, hoy hice 21k

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puebla

Fui de esas niñas que no trepan árboles, no saltan fuerte, la que escogen al último en los equipos de la escuela, la que era de “chocolate” en la escondidas.

No era apta para correr, al menos eso me dijeron mis papás desde que recuerdo, mis pies planos como tamal harían que me cayera si lo intentaba y por eso nunca lo intenté y los deportes los pasé con gloriosos ochos y uno que otro nueve jeje.

Mis pies, siempre mis pies chuecos. Y así se me fue una vida, siendo “La Patitas”, la niña que le dolían los pies hasta para caminar. Treinta y cuatro años después, con dos hijos, un diagnóstico de hiperactividad, seis kilos de más y un cambio de residencia, mis días pasaban entre dietas fallidas y cambios de humor. Estaba deprimida y estresada.

En mayo del 2013, Armando, mi compañero de vida, logró convencerme de salir a caminar en una pista cercana a casa, tres veces por semana, seis en punto de la mañana. Ahí estaba de nuevo La Patas, intentando caminar 30 min cuando lo que quería era estar acurrucada en cama.

En agosto, Armando me animó a intentarlo: “lo que puedas, una vuelta a la pista”, me decía una y otra vez. Finalmente lo hice y meses después vino mi primera lesión y cita con el ortopedista. Mis rodillas. NO deportes de impacto, no puedes correr. NO. Lloré mucho ese día, sin más, el “especialista” le decía NO a mi mejor medicina: ya no tenía migrañas, bajaba de peso sin matarme de hambre y estaba feliz y con más energía, pero NO. Dejé de correr 2 meses.

La Patas volvió a ser la niña que no hace nada. Armando que no se rinde me animó de nuevo. Empezamos a leer sobre el running, mi cuñado y Maryliz me explicaron varias técnicas de calentamiento y entre unos y otros consejos dimos con la palabra mágica: pronación. Me arriesgué y decidí que un diagnóstico solo por “tocar” las rodillas no era de fiar, me puse mis tennis nuevos y carísimos y empecé a correr.

Hoy terminé mi primer medio maratón, cansada, feliz, agotada, muy feliz. Tengo que reconocer que nunca he disfrutado una carrera, para mí eso no existe, yo, la sufro, la sudo, peleo con mis temores y con mis dolores.

Esta primer aventura tuvo cómplice, Maryliz, otra mujer valiente que ha desafiado la vida y los diagnósticos, una mujer que no se queja ni se raja, una mujer que ama vivir y correr. Del otro lado mi apoyo incondicional, mi esposo, mi mejor amigo, mi coach y que en ocasiones cuando aflojo el paso, es mi verdugo.

Ahí estábamos los tres, saliendo a buen paso, en silencio, esquivando gente, encontrando un lugar entre la multitud. Todo pasaba muy rápido y lento a la vez, los kilómetros, las gomitas (que nunca me hicieron nada) inhalar, exhalar, el agua….el agua. ¡Sí! el agua, necesitaba un baño en plena recta a Cholula, en medio de la nada, fue entonces cuando empecé a sufrir.

Me arrepentí del café, del electrolit y de los dos litros de agua del día anterior, estaba enojada, furiosa con mi cuerpo, pero ¿qué no se supone que eso te recomienda los que saben? Ajá me dije, “los que saben” me dijeron que no podía correr y aquí estoy en el kilómetro 7 de 21 con la vejiga a punto de explotar. Esa fue mi pared. Después del kilómetro 10 y con el “problema” resuelto, venía el regreso a la ciudad de Puebla, la mitad del camino, pero mi mente, mi gran enemiga de siempre, seguía asustada.

Decidí no hidratarme, grave error. Maryliz para entonces se dio cuenta que algo pasaba, ya no corría junto a ellos, iba atrás, queriéndolos alcanzar una y otra vez. Quería llorar y parar pero no era momento de quejas y lamentos, solo le dije que siguiera, que si ella podía más que me dejara, no podía echarle a perder la carrera y yo tenía que sacar fuerzas sola.

Kilómetro 12, el sol quemando de frente, comencé a tomar agua tibia de mi cinturón, tragos pequeños, más gomitas que seguían sin ayudarme, no quería ver el reloj, no quería ver a Armando, no quería ver a nadie. Sabía que tenía que alejar a los fantasmas de mi mente, me había preparado bien, muy bien y lo estaba echando a perder, fue así que me concentré en mis entrenamientos, en mis hijos esperándome en casa, en los dos años más felices de mi vida y de repente, como si Armando hubiera escuchado mi corazón, me dijo “vas muy bien amor, no pierdas el paso”. Reviví. ¡Estaba a seis kilómetros de la meta!

La gente salía de sus locales para aplaudir, para animar, otros, en las banquetas y camellones, ya se habían quedado sin voz, no podía estar más feliz. Subí dos cuestas y pasaba gente, las cuestas que siempre han sido mi martirio, ahora me hacían sentir súper poderosa, los demás caminaban y yo no. Voy bien, me siento bien, un poco más de agua y un tanto más en mi cabeza para refrescar.

Armando me veía con amor, con ternura, él ya había pasado dos veces por esto y supe que me comprendía. De ahí a la meta no nos volvimos a mirar ni a decir nada. No hacía falta. Un popote de miel en el kilómetro 18 me puso a toda marcha, nada me dolía, la gente gritaba y aplaudía más fuerte, algunos con sus medallas todavía tenían fuerzas para decirte que faltaba poco, que no pararas.

Es ahí cuando entendí que ellos también son mi familia, una que no conozco, una familia diferente en cada carrera, a la que quiero y con la que quiero seguir. Faltando muy poco vi a lo lejos a Maryliz, Gustavo la había estado esperando en el kilómetro 16 para acompañarla a la meta. Me dio mucho gusto verla con fuerzas para saludar y sonreír. Después, pensé que el puntero de los 42k ¡llegaría antes que yo! así que corrí lo más fuerte que pude, entré al pasillo previo a la meta y lo único que recuerdo es gritar eufórica y palmear las manos que encontraba en el camino.

¡Ya llegamos! ¡Ya llegamos! La Patitas, la niña de patas chuecas que no podía correr sin tropezarse era, ahora, medio maratonista.

Mónica Martínez Galván, 36 años.
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